Largas horas se sentaba la abuela a tejer.
El mundo, sujeto al péndulo de su mecedora de mimbre,
oía reventar las cosechas, relampaguear el río.
Los días pasaban suaves como la mano de un dios
sobre la cabeza del afligido
Una fiesta de hilos se propagaba por el corredor, el traspatio,
saltaba por los calados del cuarto de chécheres, espantaba gatos.
Yo la observaba en la comodidad que solo brinda la niñez. Sin entender.
Muchos años después, aún sin entender,
las agujas inexorables de la abuela vuelven cada día
para bordar la soledad en mis ojos.
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